lunes, 14 de agosto de 2017

R.P. Leonardo Castellani: Breve Introducción a los Evangelios I







"El Evangelio de Jesucristo"
R.P. Leonardo Castellani



BREVE INTRODUCCIÓN A LOS EVANGELIOS


I. Composición

Los cuatro Evangelios Canónicos (de Mateo, Marcos, Lucas y Juan) son los únicos documentos fidedignos que tenemos de los hechos y dichos de Cristo.

Como verá aquí el paciente lector, SON fidedignos.

El contenido de los Evangelios constituye la Catequesis Apostólica; quiere decir que ese contenido permaneció durante algún tiempo en la memoria de los recitadores (los nabís y meturgemanes hebreos) antes de ser fijado por escrito. La memoria de estos recitadores es un prodigio, y su fidelidad constituye un deber profesional; puesto que en los llamados medios de estilo oral –donde no vige la escritura, y el libro no existe o es raro– constituyen la imprenta viva y los depositarios del Tesoro –espiritual y moral– de la raza. Cristo fue uno de ellos.

Estos recitadores hebreos (los rabbís, nabís y meturgemanes) no son un fenómeno especial, han existido en todos los pueblos en la segunda etapa de la vida de la lengua: rapsodas griegos, brahmanes hindúes, poetas árabes, guslares rusos, ritmadores touaregs, juglares de la Edad Media... hasta nuestros payadores. Tampoco su memoria es un fenómeno inexplicable. He aquí lo que atestigua Fr. S. Krauss, psicólogo alemán investigador de las facultades mnemónicas de los guslares, por ejemplo:

Los “guslares” son recitadores nómades –iletrados pero ciertamente no ignorantes– entre los eslavos meridionales... La opinión popular atribuye a estos individuos una memoria a prima faz sorprendente: os nombran algunos que saben 30.000, 40.000 y aún más de 100.000 “esquemas rítmicos”.
Ahora bien, por sorprendente que sea el pueblo dice verdad. Y el fenómeno es explicable: los recitados de los guslares –parecidos en esto a los recitados de Homero, de los profetas hebreos, a las epístolas de Baruch, de San Pedro y San Pablo, a los delicados paralelismos chinos– son una yuxtaposición de clisés relativamente limitados. El desarrollo de cada clisé se hace automáticamente, de acuerdo a leyes fijas...
“Un buen guslar es el que juega con sus clisés como con un mazo de barajas, que los ordena diversamente según lo que quiere inculcar. Cada guslar por lo demás tiene su estilo que le es personal. Uno de estos recitadores que ayudaron a Krauss, un llamado Milóvan, cuya memoria era sólo “ordinaria”, podía recitar 40.000 esquemas rítmicos en fila. Instructiva también es la constatación siguiente: el 18 de marzo 1885 Fr. S. Krauss se hizo recitar en presencia de Milóvan un recitado de 458 esquemas rítmicos, que Milóvan repitió palabra por palabra el 4 de octubre del mismo año, siete meses y medio después - nueve meses más tarde, Krauss se lo hizo repetir otra vez: las variantes fueron insignificantes (1).


II. Fechas

Esta catequesis apostólica rítmico-mnemotécnica se fijó por escrito entre los 7 y 63 años después de la muerte de Jesús. La fecha de escrición de cada uno de los Evangelios ha sido largamente investigada y tesoneramente discutida durante los dos últimos siglos, a impulsos de la crítica racionalista, que propendía a fijar tal fecha lo mas lejos posible.

Actualmente esa fecha está fijada con bastante aproximación (2); a saber –según la sentencia de Cornely–:


Evangelio de Mateo: hacia el año 50.
Evangelio de Marcos: hacia el año 55.
Evangelio de Lucas: hacia el año 60.
Evangelio de Juan: hacia los años 95-100


Veamos como ejemplo la puesta por escrito del Segundo Evangelio, según el testimonio de Papías –siglo I– y San Clemente de Alejandría –siglo II–:

“Marcos que era el “meturgeman” de Pedro, puso por escrito palabra por palabra todo lo que él había retenido de coro; sin embargo, no lo puso en el mismo orden que fue dicho o hecho por Cristo, porque él no había oído al Señor ni lo había seguido; sino que más tarde había seguido a Pedro, el cual enseñaba según la bisoña pero sin dar por orden los Recitados del Señor, de suerte que Marcos no ha hecho ninguna falta poniendo por escrito la catequesis de Pedro conforme la había aprendido de memoria porque se aplicó únicamente a no omitir nada y a no alterar en lo más mínimo [los esquemas rítmicos]...
 
“Cuando Pedro hubo predicado públicamente la Palabra en Roma y recitado la Buena Nueva bajo a inspiración del Espíritu, muchos de sus auditores suplicaron a Marcos, que de mucho antes lo acompañaba [como meturgemán] y sabía de memoria los Recitados, que pusiera por escrito lo que él [por su oficio] repetía. Marcos escribió pues su evangelio y lo entrego a los que lo pedían. Lo cual habiendo sabido, Pedro no se opuso a la obra de su intérprete, aunque tampoco hizo nada para alentarla” (3).

Lucas a su vez fijó la catequesis de San Pablo; pero completándola con adjuntos de otros recitadores, para lo cual viajó a Palestina; y esforzándose en seguir a cronología, de que los dos primeros Evangelios no curan mucho, pues Mateo recitó para convencer a los judíos y Pedro para enseñar a los romanos; de modo que el sus catequesis el orden lógico prima sobre el cronológico.

En cuanto a Mateo y Juan, ellos fueron discípulos desde el comienzo; y por tanto no tuvieron mas que poner por escrito lo que cuidadosamente hablan aprendido por oficio y
misión; y que repetían continuamente, como fonógrafos vivos, en sus respectivas ecclesias.

Así la Providencia conservó para nosotros, por un medio adecuado, la Palabra de Dios. Cristo sabía escribir, pero no escribió ningún libro ¡dichoso él!; no tenía editores, pues la breve y hermosa Carta de Nuestro Señor Jesucristo al rey de Edessa, Abgaro V, es un apócrifo de los primeros tiempos, que Eusebio trasladó al griego de la lengua siríaca y anunció haber sido encontrada en los archivos públicos de Edessa. Lo que es probable que existiera es una respuesta oral de Cristo al rey Abgaro, su contemporáneo, cuyo contenido paso a esa carta apócrifa; conforme a testimonios antiguos, y conforme a lo que leemos en el Evangelio, de los “gentiles que rogaban a Cristo fuese a verlos”, petición que él declinó por entonces, prometiendo enviarles sus Discípulos; pues “no he sido enviado sino a las ovejas que perecieron de la casa de Israel”.

Cicerón tenía tres esclavos taquígrafos que lo seguían a todas partes apuntando todo lo que decía, Cristo lanzo sus recitados al viento, aparentemente; en realidad os deposito en receptáculos vivientes más fieles que un taquígrafo. Varias obras escritas de Cicerón se han perdido; la Palabra ha permanecido.

La predicación del Evangelio fue y sigue siendo esencialmente oral. Los protestantes, que clausuran su fe dentro de un libro sagrado, son gentes de estilo escrito y yerran por limitación. Al dar a todo el mundo licencia para hacerse su religión en la lectura de un libro – difícil y muy intrincado– de donde para ser religioso hay que ser “alfabeto”, el protestantismo en vez de popularizar la religión –no hay nada más popular que la enseñanza oral– la aplebeyó: la rebelión de Lutero está al comienzo de lo que llaman hoy “la rebelión de las masas”. Lutero “ha sido el hombre más plebeyo del mundo –dice con murria Kirkegor–: sacando al Papa de su cátedra, instaló en ella la opinión pública”. Parecerá exagerado; pero hay un lazo directo aunque invisible entre el doctor Martín Lutero, sabedor del hebreo, el griego y el latín y erizado de textos paulinos, y Germán Ziclis han existido siempre en el mundo; pero no enteramente sueltos y boyantes como ahora.

No decimos esto para que no se lea el Evangelio: aquí se lee demasiado poco. Lo decimos para dejar sentado que la religión de Cristo no se fundó sobre un libro –como de hecho ninguna otra religión– sino sobre la predicación y acción de un soberano nabí; la cual por suerte se fijó más tarde con toda fidelidad por escrito; pero sin dejar nunca de ser lo que fue. De hecho, las principales Iglesias protestantes han retornado a la predicación oral como principal medio de cultivo religioso.


III. Los Apócrifos

Al lado de los Cuatro Evangelios Canónicos, nos han llegado una buena copia (unos 62 según Fabricio y el Pseudo Gelacio) de evangelios apócrifos –sin contar los que se han perdido– de redacción posterior y anónima; y muchas veces turbia. Apócrifo aquí significa simplemente que no están en el Canon de los libros sagrados: no han sido reconocidos por la Iglesia como parte de la revelación cristiana.


Los más importantes son el Evangelio según los Hebreos, el Evangelio según Felipe, el Evangelio de los Doce Apóstoles, el Protoevangelio de Jacobo, el Evangelio de Tomás, el Evangelio de Nicodemus, el Evangelio Pseudo- Mateo, el Evangelio Arábigo de la infancia de Cristo, la Historia de José el Carpintero, los varios Tránsitos de María, la Muerte de Pilatos, la Venganza del Salvador [?], y la Correspondencia [apócrifa] de Cristo con el Rey Abgaro. También existen varios Actos de los Apóstoles, Epístolas de los Apóstoles y Apokalypsis apócrifos. El gran crítico Constantino Tischendorff publicó en 1853 en Leipzig
una abundante colección griega de estos interesantes documentos.

Algunos de estos “evangelios” fueron escritos por heresiarcas para intercalar o defender sus errores; y el largo Evangelio de Valentino por ejemplo –siglos II-III– no tiene nada de común con nuestros Evangelios, fuera del nombre, la forma externa y los personajes (Cristo, los Apóstoles, María) no contiene relatos sino una serie de discursos que exponen una herejía gnóstica singularmente extravagante, y especulaciones abstracto simbólicas, análogas a la de los “teósofos” actuales: Wilder, Head, Mme. Blavatzski... Para dar una idea de él hasta transcribir unos versículos del comienzo: 

Jesús asciende a los cielos y después desciende para adoctrinar a sus discípulos.

1. Cuando resucitó de entre los muertos, Jesús pasó once años hablando con sus discípulos.

2. Y les enseñaba hasta los lugares, no solamente del primer misterio, del que está adentro de los velos y dentro del primer precepto, que constituye el misterio de los primeros preceptos y hasta de los lugares del veinticuatro, mas también las cosas que están más allá, en el segundo lugar del segundo misterio, que está antes de todos los misterios.

3. Y Jesús dijo a sus discípulos: He venido del primer misterio, que es el último misterio, que es el veinticuatro.

4. Mas los discípulos no comprendían, porque ninguno había penetrado en el primer misterio, que es la cumbre del universo.

5. Y pensaban que era el fin de los fines, porque Jesús les había dicho, respecto a este misterio que rodea al primer precepto, y los cinco moldes, y la gran luz, y los cinco asistentes y todo el tesoro de la luz.

6. Jesús no había hablado a sus discípulos de toda la emanación de los próbolos del tesoro de la luz, ni tampoco de sus salvadores, según el orden de ellos y el modo de su existencia. No les había hablado del lugar de los tres «amén», que están esparcidos en el espacio.

7. Y no les había dicho de qué lugar brotan los cinco árboles, ni los siete «amén», que son los mismos que las siete voces. . y los cinco círculos. . y los tres triples poderes... y los veinticuatro indivisibles... y los eones que son lo mismo que los próbolos del gran invisible... y sus arkones, y sus ángeles y sus arcángeles y sus de canos y sus satélites y todas las moradas de las esferas” etcétera.

Y así prosigue interminablemente por una selva oscura de mitologías estrafalarias e incoherentes ensartadas en un vago esquema de filosofía neoplatónica, que dejan la impresión de que el egipcio Valentino fue simplemente un delirante atacado de mitomanía religiosa. Mas el crítico (?) Edmundo González Blanco considera a este evangelio (?) superior a los Evangelios Canónicos, dice que el gnosticismo fue el fondo primitivo de la religión (!) y lo que llamamos Iglesia–que “no existió hasta el siglo VII”–fue en sus comienzos una confusa aglomeración de sectas gnósticas... El papel lo soporta todo, y la imprenta es indiferente a las macanas (4).

No todos los Apócrifos son disparatados o malos; aunque ninguno ostenta la majestad, dignidad y realidad vivida de los Canónicos. Los Santos Padres hicieron uso de algunos de ellos, y varios pormenores plausibles, que conserva la tradición popular cristiana, provienen de ellos: como los nombres de Joaquín y Ana, la Presentación de la Virgen al Templo, el Tránsito de María Santísima, las leyendas acerca de sus Desposorios con los detalles novelescos que Rafael ha inmortalizado, la historia de la Verónica, etcétera. Incluso algunas sentencias de Cristo allí recogidas son probablemente auténticas. Emile Jacquier (5), después de examinarlas, estima que hay diecisiete espurias, una dudosa, y seis históricas.

Los mejores entre los Apócrifos son reducciones o bien glosas ingenuas de los Canónicos, con intercalación de pormenores pintorescos, no siempre dignos ni verosímiles. Así por ejemplo el segundo Tránsito de María, cuya versión y transcripción se atribuye a San Vicente de Beauvais, narra la muerte de la Santísima en cinco breves capítulos piadosos y dignos, aunque imaginarios:


El segundo año después de la Ascensión, estaba un día la Virgen llorando, he aquí que el Ángel de Dios estaba ante ella.
Y la saludó y le dijo: “de parte de Dios, que por mi te la manda, he aquí una palma del Paraíso “.
“Y la llevarás contigo cuando, de ahora a tres días entres en el paraíso”.
Y habiendo María tomado la palma, que resplandecía con gran luz, salió, fue al Monte de los Olivos, oró y volvió.
Y he aquí que, Juan, predicando un domingo en Éfeso, se produjo un terremoto.
Y una nube levantó a Juan y lo condujo a la casa donde la Virgen estaba.
Mas él dijo: “No llegan mis hermanos y compañeros para hacer las exequias”
Y he aquí que súbitamente, por mandato de Jesucristo, todos los Apóstoles fueron arrebatados en sendas nubes de donde predicaban y puestos en el lugar donde María estaba...
Y entre ellos estaba Pablo, que con Bernabé evangelizaba a los gentiles.
Y el día tercero, a la hora de tercia, vino sobre todos un eran sueño, de modo que sólo velaron los apóstoles y tres doncellas.
Y he aquí que Nuestro Señor vino con gran resplandor e innumerables ángeles.
Y dijo Nestro Señor a María: “Ven y entra al tabernáculo de la vida eterna”.
Y ella se arrodilló en el suelo, adoró a Dios y dijo “bendito sea, señor, el nombre de tu gloria”.
Y acabando de hablar Nuestro Señor, ella se recostó en su lecho y entregó el espíritu con acción de gracias.
Y los Apóstoles vieron que su alma era de tal blancura que lengua humana no pudiera describirla.
Y Nuestro Señor dijo a los Apóstoles: “Tomad el cuerpo, llevadlo a la derecha de la ciudad, al Oriente”.
“Y allí hallaréis un sepulcro, y la sepultaréis, hasta que yo vuelva a vosotros. . . “.


Este poema ingenuo no hace mención de la Asunción. El Tránsito de la Bienaventurada Virgen María arábigo la describe en cambio con escenería fantástica, así como la entrada en el cielo, y algunos milagros subsiguientes, igualmente fantásticos. Estotra es una especie de novelita devota, de no muy buen gusto, aunque reverente y repleta de textos de los cuatro Evangelios. “El humilde José, hijo de Khalil Nunnak, ha transcripto esta historia”, dice en el fin; no sabemos quién fue él ni quien la hizo a la historia... que es novela.

Se puede decir que los Apócrifos, aunque todos se dan como historias, son la primera manifestación de la novelística en torno a Cristo; y excepto los escritos con intención heretizante, responden a la curiosidad de los fieles por conocer detalles que calló la seria y sustancial narración de los auténticos. No es un género muy recomendable: “la novela es el género híbrido por antonomasia” (6).

El último apócrifo que conocemos es el librote en tres tomos de Heredia: Memorias de un reporter de los tiempos de Cristo glosa desvaída de una concordia evangélica cualquiera, cuyo objeto o provecho no podemos ver por ningún lado; aunque puede que lo tenga.

Selma Lagerloff explotó los detalles o fragmentos poéticos de los apócrifos en su Cristus-Legenden, comenzando por el milagro de los gorriones de barro, que está en el Evangelio Árabe de la Infancia, en el Cap. XXXVI, y que ha pasado al folklore cristiano. Mas en este evangelio árabe no hay otra cosa aprovechable, y está repleto de milagros grotescos (como el del Mulo transformado en hombre del Capítulo XXI) y aun irreverentes y absurdos. Mas la novelista sueca ha escogido sus once leyendas con exquisito buen gusto y sentido cristiano.

Los principales Evangelios Apócrifos han sido publicados en español en la Colección de Bolsillo del comunista Bergua por E. González Blanco, traducidos –bastante mal– de la colección francesa de Michel Peeters, si no nos engañamos. Uno de ellos, el Evangelio de Taciano, no es sino uno de los primeros intentos de construir una concordia evangélica, muy tosca, con grandes supresiones y lagunas, y un orden sumamente somero: de manera que no es un apócrifo propiamente, sino una tosca reducción y armonía de los auténticos.

El publicador y traductor los acompaña de una “introducción” de trescientas páginas de lo más desordenado, indigesto y disparatado que conocemos: “rudis indigestaque molis –Quam dixere Chaos” (7). El sedicente “crítico” vuelca en ella una erudición indigerida e inútil con una verborragia implacable y una falta absoluta de verdadero sentido crítico y –en suma– de ciencia alguna mechada por las afirmaciones más peregrinas y del furor demolitivo del clásico anticlerical gallego. No honra mucho a la ciencia española; al contrario. Y si Franco la suprimió, como me dicen, veló por el honor nacional (8).


IV. El canon

Se llama canon el elenco de los libros de la Biblia que la Iglesia ha recibido y que retiene como revelación divina, o sea inspirados. Para conocer el canon, basta simplemente abrir cualquier Biblia católica: 46 libros del Antiguo Testamento; y los cuatro Evangelios, los Actos de los Apóstoles, 21 Epístolas Apostólicas, y el Apokalypsis, en el Nuevo Testamento. Algunas Biblias católicas añaden tres Apócrifos muy respetados por los Santos Padres: la Oración de Manassés, rey de Judá, y el 3 y 4 Libro de Esdras, que son un libro histórico y un apocalipsis. Algunas Biblias protestantes suprimen la Epístola del Apóstol Santiago.

De los libros del Nuevo Testamento hay algunos llamados protocanónicos que son recibidos, desde el principio y por todos, como inspirados; y los deuterocanónicos –o posteriores– de los cuales se dudó al principio en algunas Iglesias, y se incorporaron al canon posteriormente. Estos son siete:

Epístola a los Hebreos
Epístola de Santiago
Epístola II de Pedro
Epístola II y III de Juan
Epístola de San Judas Tadeo
Apokalypsis

Para probar el canon se acude al criterio de la unanimidad de las primeras Iglesias, del testimonio de los Santos Padres antiquísimos, a las citaciones de textos reconocidos como inspirados que hay en sus escritos, y a los elencos o listas de algunas Iglesias que han llegado hasta nosotros, siquier mútilas o fragmentarias, como el famoso Fragmento Muratoriano. El trabajo crítico acerca del canon en tres siglos de pertinaz investigación y discusión ha terminado; y no cabe ya ninguna duda acerca del sentimiento de la Primitiva Iglesia sobre los libros que están en nuestras Biblias. Lutero rechazó la Epístola de Santiago, llamándola “nec divina nec apostolico stilo digna” (9) arbitrariamente y sin prueba ninguna; porque contradecía flagrantemente a su teología de la justificación por la fe y no por las obras, lo que el Apóstol dice allí era rotundo: “La fe sin obras es muerta”. Del mismo modo rechazó como no canónicos el Apokalypsis y las Epístolas ad Hebraeos y la Epístola de San Judas Tadeo. Otros libros, como los tres Sinópticos, los Actos de los Apóstoles y algunas epístolas de Pablo, los declaró “semicanónicos”; lo cual, significando medio-inspirados, es contradictorio.

Sobre los cuatro Evangelios no queda la menor duda de que fueron tenidos siempre en la Iglesia por libros inspirados y citados con la autoridad de tales, todos cuatro son citados por los primeros Padres, llamados Apostólicos, ya desde el primer siglo: Clemente Romano cita a todos cuatro en los años 96-8; el escrito llamado Didajé (Enseñanza), que es anterior aún, cita tres; y así puede irse siguiendo el rastro en el siglo II con San Ignacio Antioqueno, San Policarpo, Papías, San Justino, el Pastor de Hermas, y otros; no menos que en los escritos de los herejes de aquel tiempo, Basílides, Marción, y nuestro conocido Valentino, que cita a los cuatro.

El documento quizá más importante para la prueba del canon, es el Fragmento Muratoriano, un códice latino del siglo VI encontrado en la Biblioteca de Milán por el erudito Ludovico Antonio Muratori, que es transcripción de un documento eclesiástico más antiguo, cuyo autor afirma haber vivido durante el Pontificado de Pío I, o sea entre los años 140-50. El documento está mutilado al principio y al fin; está escrito en un latín tosco, probablemente por un galo; y manifiesta la creencia de las Iglesias occidentales acerca de los libros del Nuevo Testamento. Todos los libros del Nuevo Testamento están enumerados allí – y los Evangelios con gran distinción– excepto las Epístolas de Santiago, la III de Juan, la I y II de Pedro, y la Ad Hebraeos; las cuales empero pueden haber estado en el fragmento final del Catálogo, que se ha perdido. El documento distingue a los libros sacros de otros escritos de ese tiempo, muy venerados pero no inspirados, Como el Pastor de Hermas; y profesa que ellos provienen del Espíritu Santo: “Y aunque cada uno de los libros evangélicos enseñe diversas cosas, no son diferentes para la fe de los creyentes, puesto que por un mismo Espíritu principal [autor] han sido ellas declaradas” (lin. 16-20) (10).

Hay solamente tres pequeños fragmentos de los Evangelios que se pueden llamar deuterocanónicos, porque faltan en algunos códigos antiguos y fueron puestos en duda por algunos críticos:

1. El fin del Evangelio de Marcos (XVI, 9-20);
2. La narración del Sudor de Sangre por Lucas (XXII),
3. El episodio de la Adúltera Perdonada en Juan (VII, 53 - VIII, 11±.

Sabemos por San Agustín la razón de la omisión de esta última perícopa en algunos códices latinos: la antigua moral romana era tan severa con el adulterio que la lectura del perdón generoso de Cristo a la adúltera en algunos auditorios producía un choquecito; y aun quizá lo que llaman escándalo farisaico; por lo cual algunos sacerdotes la eliminaban por no “chocar a la gente”... y para dar trabajo a los críticos futuros. Costumbre que no se ha perdido, pues aún hoy día vemos que algunos curas se tragan partes del Evangelio que les parecen poco “populares”; y Dios quisiera se Contenten sólo con eso, y no pongan de lado a todo el Evangelio; y se pongan a predicar “sociología”.

El fino hilado de textos y su análisis, con que se prueba el canon, no es de este lugar, pues sólo su conclusión es lo que aquí interesa. El que quiera conocerlo puede abrir cualquiera buena Introducción; de las cuales las mejores que conocemos son Clodder, H. J., Unsere Evangelien, B. L., Herder, Friburgo, Zahn, Th., Geschichte des Neutestamentlichen Kanons, B. II, Leipzig, 1892; E. Jacquier, Le Nouveau Testament dans l’Eglise Chretienne, t. I, París, 1911; Levesque, Nos Quatre Evangiles, Beauchesne, París; Rosadini, Introductio in Libros Novi Testmmenti, t. I, Univ. Greg., Roma, 1931; Souter, A., The Text and canon of the New Testament, London, 1913; Wikenhauser, A., Einleitung in das Neue Testament, año 1952.


V. Los Evangelios

El estar y haber estado siempre los cuatro Evangelios, en el canon de la Iglesia, significa para un católico, directamente, la inerrancia de esos documentos, e implícitamente significa su integridad y su historicidad; es decir, que no han llegado a nosotros corrompidos, y que son realmente de los autores a los cuales se atribuyen. Todas esas notas juntas se llaman autencía de los Evangelios.

La autencía de los Evangelios fue supuesta tácitamente por la primitiva Iglesia – implicitly, como dicen los ingleses, es decir, sin género de duda– y poseída en paz por los siglos cristianos; con el protestantismo comienza la contienda en torno de ella, que llena hoy los libros de “apologética”. La rápida descomposición de la teología de la Reforma –que, a pesar del conservadorismo bíblico de Lutero y los primeros reformadores, llevaba en sí un
fermento revolucionario de suyo incoercible– engendró la crítica racionalista, que se llamó a
sí misma “la alta crítica”; en el fondo, anticristiana. La autencía de los Evangelios fue atacada en todas sus partes y puntos y con todos los métodos, y defendida igualmente en el plano científico por los doctores católicos y protestantes creyentes. Actualmente, ella pertenece más bien a la Historia: el que quiera conocerla, puede hallarla en cualquier buen tratado de Introducción o Propedéutica. Todos los puntos capitales tenidos por la Tradición han sido vindicados críticamente uno por uno, a veces a través de investigaciones y discusiones muy intrincadas, que aquí no interesan; y el almácigo de hipótesis diversísimas –todas las posibles quizás– elaboradas como arietes contra la antigua creencia, son hoy cosas de museo o alimento de semicultos atrasados –como Lisandro de la Torre– o anticlericales furibundos, como el supracitado González Blanco. Queda sin embargo que ese trabajo de defensa y controversia ha favorecido en definitiva el conocimiento de los libros santos y hasta su hermenéutica. Jousse no hubiese descubierto la psicología del gesto, por ejemplo, sin eso...

“Dios bendiga a los hijos de Lutero...”, dice Antonio Machado.

A nosotros nos compete dar aquí, brevemente, el conocimiento limpio de las conclusiones.


1. Evangelio de Mateo.

Mateo o Leví, hijo de Alfeo, era un cobrador de impuestos al servicio de Roma (publicano o alcabalero) en el Lago Genesareth. Llamado bruscamente por Jesús que pasaba, lo siguió y adhirió a su escuela, siendo designado más tarde por El entre los Doce. Después de la Ascensión predicó su evangelio en Judea y aledaños, el cual puso por escrito antes de la separación de los Doce, o sea unos 7-17 años después de la muerte del Señor. Cuándo dejó él la Judea, adónde fue y cómo murió, es cosa de que no hay certeza histórica total, y de que sólo quedan leyendas. La tradición católica lo da como mártir, celebrando su fiesta el 21 de setiembre.

El Evangelio de Mateo parece haber sido escrito en aramaico o hebreo vulgar, y traducido enseguida al griego por un hombre muy capaz: abunda en aramaísmos, aunque la dicción griega es correcta y hasta elegante. La versión griega se difundió rápidamente en la naciente cristiandad, y el original aramaico no ha llegado a nosotros... si es que existió; pues cabe la posibilidad de que Mateo mismo haya escrito el texto griego –contra el testimonio algo dudoso de Eusebio que se reclama de Papías, y que repiten después otros Padres– pues el griego vulgar era entonces la segunda lengua de los palestinos, que era un pueblo bilingüe, como los catalanes o irlandeses de hoy. Más aún, eminentes críticos defienden hoy que Cristo no predicó en aramaico sino en koiné o griego vulgar, en obsequio a sus auditores heterogéneos, y que en parte por lo menos lo hizo así, parece cierto; con Pilatos, por ejemplo,

Cristo habló el griego. Puede verse en la pág. 106 del De Profundis de Oscar Wilde la exposición de esta hipótesis: el fino y desdichado poeta irlandés se regocijaba en su cárcel de Reading de que al leer cada día –”después de haber limpiado mi celda y lavado mis cubiertos”– el Evangelio griego, leía las “ipsissima verba” de Cristo. “Es para mí una delicia pensar que, por lo menos en lo concerniente a su conversación, Charmídes hubiera podido escuchar al Cristo, Sócrates razonar con El, y Platón comprenderlo; que El pronunció realmente “egóo eimí o poiméen o kalós” (“Yo soy el Pastor Hermoso”); que cuando pensó en los lirios del campo “que no trabajan ni hilan”, se expresó exactamente así: “katamáthete ta krina tu argoín” y que su último grito, cuando exclamó: “Todo está cumplido, mi vida está completa, y ha llegado a su perfección” fue exactamente la palabra única y pregnante que San Juan nos da: “tetélestai” y nada más”.

Como quiera que sea, cierto es que no existió un Protoevangelio (urevangelium) de Mateo, ni siquiera en la forma de “loguia Jristos” (“dichos de Cristo”) como supuso la crítica racionalista. Ignorantes de las condiciones del medio oral en que surgieron los Evangelios, creyeron necesario establecer una hipotética fuente escrita común perdida para explicar las numerosas coincidencias literales de los primeros Evangelios. La ciencia actual se ríe de esa hipótesis basada sobre un falso supuesto, o mejor dicho, una ignorantia elenchi. “Mateo no necesitó ninguna colección escrita de «Dichos», ni menos un protoevangelio desconocido, pues su propio evangelio aramaico [o griego] es en realidad el evangelio primigenio” (11). Antes de las descubiertas linguísticas decisivas de D'Udine, De Saussure, De Foucauld, Jousse y su escuela, entre otros, ya el gran teólogo protestante Schleiermacher había presentido que la crítica racionalista hacía falso camino; y se había reído “de los que imaginan a los Evangelistas escribiendo en un escritorio cubiertos de notas y de libros de referencia”, como nosotros; que es como imaginarse a San Mateo con una máquina de escribir.

Mateo dirigió su evangelio a sus compatriotas, y por tanto su fin es convencer de que Cristo fue realmente el Mesías esperado por Israel; de donde hace mucho hincapié en el cumplimiento de las profecías, repite la fórmula “para que se cumpliera lo que dijo el Profeta” o “conforme dice la Escritura”, y cita más copiosamente que ningún otro el Antiguo Testamento (265 citas o alusiones al Antiguo Testamento se pueden contar en sus 28 capítulos) interpretándolo con bastante libertad y no siempre literalmente.

La cuestión de si Marcos y Lucas conocieron el Evangelio de Mateo, o si Mateo –o al menos su traductor– conoció el de Marcos –como opinó Grotius– tan debatida por los partidarios de la interdependencia, hoy día no tiene sentido, a no ser como curiosidad. Probablemente Marcos no conoció el Evangelio de Mateo y Lucas sí. En cuanto a Juan, conoció los tres Sinópticos.


2. Evangelio de Marcos.

Marcos fue judío de nación, y con su primo Bernabé acompañó a San Pablo en su predicación, aunque no sin bruscos abandonos y quizá algún rozamiento. Sin embargo, en la primera cárcel romana de Pablo, Marcos está con él. Después acompaña muchos años a Pedro como meturgemán –repetidor-intérprete–. Después de la muerte de los Apóstoles, fundó la Iglesia de Alejandría de Egipto, la cual quizá gobernó como obispo hasta su martirio. La Iglesia celebra su fiesta el 25 de abril.

Marcos escribió su evangelio en Roma, en qué condiciones y por qué, lo hemos visto en los testimonios de Papías y Clemente Alejandrino recogidos por Eusebio. El examen interno de su evangelio confirma esa noticia testimonial: es vivo y visual, como de un testigo presencial; la personalidad de Pedro aparece como al trasluz; las faltas y debilidades del Príncipe de los Apóstoles están acusadas, en tanto que sus honores faltan o están en sordina, explicaciones de las costumbres judías, traducciones de palabras arameas, latinización de palabras griegas, ilustraciones topográficas palestinas... y en cambio los lugares y costumbres romanas pasadas por alto como conocidos; todo indica que el documento está dirigido a los cristianos provenientes de la Gentilidad; y especialmente a los latinos.

Hay en el Evangelio de Marcos un episodio curioso, que no se sabe a qué apunta y no está en los otros evangelistas (“ápax legómenon”, como dicen los críticos), que quizá sea una especie de firma discreta del autor. Cuando Cristo era llevado preso por el huerto de los Olivos, “un joven lo siguió, cubierto solamente con una sábana sobre el cuerpo. Uno de los soldados lo atrapó, y él dejándole caer la sábana en las manos, huyó desnudo”. ¿Qué quiere decir esto? Los intérpretes han hecho varias interpretaciones “místicas”, como por ejemplo aquel que dijo:


“Pero si ése es el camino
el que no hace mas consiente,
me haré santo solamente
con aceptar mi destino:
el del mancebo que, mudo
de una sábana cubierto
vio a Cristo que iba a ser muerto
la tiró y huyó desnudo.
Hoy Cristo sale a morir
para atestiguarlo, pues,
Sigue mi vida, después
del deseo de vivir”.


Pero qué significa literalmente ese rasgo y para qué está puesto allí, nadie lo sabe. Algunos intérpretes suponen que ese mancebo fue Marcos; el cual, a semejanza de los pintores del Renacimiento que ponían su propio rostro en un cuadro –y Velázquez se pintó como un mozo de caballos en la Rendición de Breda–, se complugo en estampar esa su fugaz relación con Cristo. Esto tendría en contra el testimonio de Papías acerca de que Marcos “no conoció ni siguió a Cristo”. Pero puede conciliarse; Papías se refiere probablemente al discipulado, no a un conocimiento fugaz como éste. A mí me gusta la hipótesis; y no hay otra mejor para explicar ese fragmento; sin embargo, no les recomiendo lo que el poeta D'Annunzio borda sobre ella en su libro Contemplazione della morte.


3. Evangelio de Lucas.

Lucas fue un médico griego, probablemente nacido en Antioquía de Siria, acompañante fiel e impertérrito del Apóstol Pablo en sus muchos caminos por mar y tierra, a partir de la segunda misión desde Troas a Macedonia, hasta el martirio del Apóstol de las Gentes. Lo acompañó a Roma –quizá también a España– y estuvo con él, incansable, durante sus dos prisiones: en la segunda prisión “él sólo”, atestigua el Apóstol (II Tim IV, 11): “sólo Lucas está conmigo”. Acompañando a Pablo estuvo en Jerusalén los años 42-50, donde suplementó la catequesis oral de Pablo, la cual sabía de memoria como meturgemán, con noticias “recogidas diligentemente” –como él dice– sur place y de la boca de testigos presenciales y catequistas o recitadores: por lo cual su evangelio contiene muchas novedades (datos y episodios propios, incluso parábolas) respecto de los dos primeros. La tradición mantiene que allí conoció a la Madre de Jesús, y de ella recibió el relato de la Anunciación del Ángel y la Infancia de Jesús, que él sólo nos transmite. Ainda mais, dicen que pintó un retrato de la Virgen, que se conserva hoy en Santa María sopra Minerva en Roma: es un retrato bastante malo por desgracia, posiblemente apócrifo. Pero de él han salido las diversas descripciones del físico de la Madre de Dios, que han deleitado a los poetas cristianos:


“... De estatura de cuerpo fue mediana,
Rubio el cabello, de color trigueño,
Afilada nariz, rostro aguileño
Cifrado en él un alma humilde y llama.
Los ojos verdes de color oliva,
La ceja negra y arqueada, hermosa,
La vista santa, penetrante y viva,
Labios y boca de púrpura rosa...”,


que dice Rey de Artieda. O aquello otro espléndido de Lope de Vega:


“Poco más que mediana de estatura,
Como trigo el color, rubios cabellos,
Los ojos grandes, y la niña dellos
De verde y rojo con igual dulzura.

Las cejas de color negra y no oscura,
Aguileña nariz, los labios bellos
Tan hermosos que hablaba el cielo en ellos
Por ventanales de su rosa pura.

La mano larga para siempre darla
Saliendo en los peligros al encuentro
De quien para vivir quiera tomarla

Esa es María, sin llegar al centro,
Que el alma sólo puede retratarla
Pintor que estuvo nueve meses dentro”.


El alma de María aparece en Lucas solamente en algunas frases llenas de misterio y de modestia. María es inretratable, la criatura más modesta y escondida del Universo, fuente sellada del Creador. La devoción cristiana dice que si la hermosura de María hubiese sido expuesta los hombres la hubiesen adorado como una deidad; lo cual cuenta la leyenda de San Dionisio el Areopagita.

El Evangelio de Lucas es el mejor compuesto, el más literario y cuidado; sin embargo, su estilo es semejante a los otros, y conserva la traza –un poco menos visible– de los esquemas rítmicos que caracterizan el estilo oral. El crítico Johann Perk, S. S., en su libro Synopse der Vier Evangelien, p. 23, escribe sobre él estas palabras, que muestran conocimiento de las descubiertas de la escuela lingüística francesa:

Algunos investigadores tienen a la «memoria» de los palestinos de ese tiempo por capaz de mantener fielmente los esquemas originales incluso por decenas de años. Lo prueban por las centenarias transmisiones orales de los rabinos y las sorprendentes retenciones de los pueblos primitivos. La transmisión oral posiblemente mantuvo con fidelidad y plasmó con exactitud los dichos y hechos del Maestro, de los cuales [los recitadores hebreos] querían ser sólo y exclusivamente “testigos” y no glosistas o historiadores.

De esta transmisión oral técnica y fidelísima se sirvió Lucas, avezado él mismo por su propio cargo de meturgemán a su ejercicio.

El Evangelio de Lucas, lo mismo que los Actos de los Apóstoles, que también redactó, están dedicados a un “Teófilo”, que algunos creen una persona particular insigne, y otros dicen es un nombre simbólico que representa la multitud de los cristianos.

“Después que muchos han puesto mano
Acerca de las cosas que entre nosotros pasaron Dar relato ordenado
Como a nosotros nos las han dado
Los que desde el principio las vieron
Y quedaron hechos Servidores del Verbo
Me pareció también a mí,
Enterándome cuidadosamente por orden,
Oh poderoso Teófilo,
Ponerlas por escrito en orden
Para que tengas seguro fundamento
Del Verbo en que has sido catequizado”.

Así reza el texto griego del comienzo del Evangelio DE LUCAS.


4. Evangelio de Juan.

El Cuarto Evangelio es el libro más egregio que ha salido de manos de hombre.

La Iglesia ha retenido siempre que su autor es el mismo que escribió el Aapokalypsis: y que éste es el Apóstol Juan, el que es llamado en el mismo Evangelio, el “Discípulo Amado'. En el comienzo del Apokalypsis está escrito, a modo de título: 

“Revelación de Jesucristo
Que se la dio Dios Poderoso
A mostrar a los siervos suyos
Las cosas que se deben hacer pronto
Y las significó mandando al Ángel
Suyo, a su siervo Juan,
El que testimonió al Verbo de Dios,
Y el testimonio de Jesús el Cristo:
Cosas que él mismo ha visto”.


Y al fin del cuarto Evangelio, XXI, 24, está escrito manera de firma o autenticación:

“Este es el Discípulo
El que testimonia acerca de esto
Y el que escribió todo esto
Y sabemos que es la verdad
El testimonio de él”...

Este penúltimo versículo creen hoy los críticos que fue escrito por los Presbíteros (o Ancianos) de la Iglesia de Éfeso, como una especie de autenticación o recomendación del libro a las demás Iglesias.

La atropellada de la crítica racionalista, o “hipercrítica”, a este libro ha sido la mayor de todas. ¡Qué no han dicho acerca de él y su autor! Que el Apokalypsis es un apócrifo, que su autor no es el autor del Evangelio, que el autor del Evangelio fueron los Ancianos de
Éfeso, que fue un anciano desconocido llamado Juan, que no tuvo autor y fue un producto “colectivo”, que es un libro teológico y “místico”, no histórico –escrito con el fin de inculcar la idea “nueva” de que el Mesías Cristo era Dios–; en suma un libro “místico”, una invención, sublime ciertamente, pero irreal.

La crítica católica ha tenido que bregar pacientemente con todas estas hipótesis, fantásticas en el fondo, aunque desplegadas a veces con una gran virtuosidad de erudición de hormiga. El que quiera conocer esta brega puede hallarla en la Introducción del P. M. J. Lagrange, O. P., a su docto Comentario al Evangelio según San Juan (12) u otro de los libros técnicos que él trae en su bibliografía. La erudición aliada al prejuicio es una peligrosa arma; un historiador erudito y prejuiciado puede hacer decir a la “historia” lo que él quiere; lo sabemos de sobra.

Fácil nos sería resumir esa intrincada controversia; pero aquí huelga. Al argentino que quiere rechazar el Evangelio por una necesidad de cualquier orden que sea, le basta con decir: “Son cosas de curas”, sin emprender la empresa alemana de aprender latín, griego y hebreo y leer los libros antiguos –que por lo demás no hay aquí– para hallar en ellos índices y vestigios que le permitan decentemente negar la autencía de Juan “científicamente”; y afirmar después, por ejemplo, que el cuarto Evangelio es obra de un impostor de la secta gnóstica, que se cubrió con el nombre y la simulación del Apóstol para meter su “doctrina espiritual” de matute; como dice por ejemplo Loisy, siguiendo a Heitmueller; u otras fantasías por el estilo.

Pero aun para los hombres de ciencia galos o germanos, todo esto es ya historia antigua. El gran esfuerzo de la impiedad por destruir el Evangelio ciertamente ha sido un factor de la confusión y oscuridad actual y ha contribuido a la gran apostasía; pero hoy solamente se ensarta en eso aquel que quiere.

Lo cierto es que el cuarto Evangelio fue recibido desde el principio en todas las Iglesias como del Apóstol Juan, cubierto por la autoridad apostólica y el testimonio de todos los contemporáneos. No cabe la posibilidad de error o engaño en una cosa tan capital para los cristianos coevos. La autencía del Evangelio de Juan está pues in possessione, como dicen los juristas; y son los que la opugnan –¡en el siglo XIX!– los que tienen el cargo de probar; y no prueban de ninguna manera sus negaciones. Eso bastaría; pero para total abundamiento, el examen interno del escrito confirma su atribución al hijo menor del Zebedeo; y el testimonio unánime de los Santos Padres del siglo II e incluso de los herejes de ese tiempo, como los valentinianos Ptolomeo y Heracleón y Basílides y Marción, constituyen una evidencia aplastante. Cualquiera que emprendiese a decir que el libro De bello Gallico no es de César, se haría la risa del mundo entero; y hay un peso testimonial mucho mayor de que el Evangelio de San Juan es del Apóstol Juan. Pero, como dice Pascal, si el teorema de Pitágoras indujese para los hombres alguna grave obligación o peso, hace muchísimo que hubiera sido “refutado”.

Juan, el Discípulo Amado, galileo, fue un hijo del pescador Zebedeo y de Salomé, una de las santas mujeres que siguió a Cristo hasta la muerte; y más allá. Como Pedro y Andrés, y otros muchos, siguió primero a Juan el Bautista y fue dirigido a Cristo por él; y elegido después en el número de los Doce; y testigo ocular y aun actor de todos los grandes episodios mesiánicos. Con Pedro y su hermano Yago (Sant’iago) forma el grupo director entre los Apóstoles, los tres que presencian la Transfiguración, la resurrección de la Jairita, y la Agonía en el Huerto. En la última Cena reclina su cabeza sobre el hombro del Maestro y por sugestión de Pedro le pregunta quién es el traidor; y al pie de la cruz recibe la encomienda del cuidado de la Madre Deípara. Después de Pentecostés, permanece varios años en Jerusalén y trabaja con Santiago y Pedro en la organización y difusión de la primera Iglesia. Después se establece en Efeso como obispo y primer Patriarca –que diríamos hoy– del Asia Menor, cuyas siete Iglesias sufragáneas menciona en el Apokalypsis; allá forma una escuela de doctores de la fe, de donde salen el anciano Papías obispo de Hierápolis, Policarpo de Esmirna y quizá el mártir San Ignacio Antioqueno: tres Padres Apostólicos de la mayor importancia. En el año 14 del Imperio de Domiciano, es desterrado Juan a la isla de Patmos, y –como se cree– condenado a las minas; condena tremenda en aquel tiempo, peor que la misma muerte; porque el laboreo de las minas por los penados se hacía en condiciones tan atroces que llevaba a los desdichados no pocas veces al embrutecimiento, a la demencia o al suicidio. De ese infierno lo salvó la rebelión de las legiones que dieron muerte al emperador Domiciano y pusieron en su lugar al “general” Nerva, y el Senado Romano que declaró nulos todos los decretos firmados por el “tirano depuesto”. Vuelto a Efeso, difundió Juan su evangelio, escrito no se sabe en qué fecha, pero probablemente después de los ochenta años de edad. Murió en el comienzo del reinado de Trajano, de unos 100 años de edad; y la Iglesia conmemora su muerte el 27 de diciembre.

Es verdad que los 879 versículos de este librito a la vez sencillo y sublime –dividido más tarde en 21 capítulos– constituyen un evangelio espiritual; pero no en el sentido que le dan Loisy y Renan, de místico; que para ellos significa inventado o mítico. Su fin es proclamar explícitamente, y con más claridad que los Sinópticos, que Cristo fue Dios verdadero al mismo tiempo que verdadero hombre; o sea, el abismo más insondable que haya enfrentado el intelecto del hombre; pero eso no quita que todo él sea una narración estrictamente histórica; es histórica de primera fuente, es decir, crónica de testigo ocular.


“Lo que fue desde el principio, lo que oímos lo que vimos con nuestros ojos;
–Lo que tocamos con nuestras manos del Verbo de la Vida;
Y la vida se hizo visible, y vimos, y atestiguamos –
Y anunciamos a vosotros la vida eterna –
Que estaba cabe el Padre y se hizo visible a nos
Lo que vimos y oímos, anunciamos a vosotros
Para que tengáis comunión con nosotros
Y la comunión nuestra sea con el Padre
Y con el Hijo de El, Jesús el Cristo
Y lo escribimos para que os gocéis vosotros
Y vuestro gozo sea pleno–”,


exclama el Apóstol en su Epístola primera, la cual probablemente acompañó al Evangelio repitiendo los conceptos del principio y el final del mismo Evangelio.

Juan se propuso además completar los tres Sinópticos, por lo cual su evangelio contiene más material nuevo; y es –como diría el literalismo actual– el más “original”. Excepto en la narración de la Pasión, Juan no repite casi nada de lo que está en los tres Evangelios anteriores. Su relato tiene la vida, la viveza y el colorido de un testigo ocular; y una profunda y recatada ternura. Los grandes diálogos dramáticos de la vida de Cristo se encuentran en Juan tratados con la finura de un dramaturgo; y los grandes episodios de la Promesa de la Eucaristía seguida del primer cisma, las bodas de Caná y el primer milagro, la vida pública del Bautista, la curación y el proceso del Ciegonato, la Resurrección de Lázaro, la amistad de Cristo con los tres hermanos de Betania, el Sermón Despedida y la Oración Sacerdotal de la Cena, la personalidad del Traidor, el perdón de la Adúltera, el diálogo con la Samaritana y las dos grandes contiendas con los Letrados con la autoafirmación de Cristo acerca de su natura divina son a manera de grandes frescos nuevos en el mundo; en que, sin la menor afectación de arte literario, la mano del hombre no puede ir más allá.

Juan es el evangelista del corazón de Cristo: él lo oyó latir. El interior de las personas y su carácter está mucho más profundizado en Juan que en los Sinópticos; y eso puede incluso dar la clave de muchas preguntas inciertas. ¿Son una o tres las magdalenas, por ejemplo? Los intérpretes racionalistas, en su prurito de originalidad y su manía de negar la tradición, han inventado que son cuatro mujeres diferentes –o tres diferentes, lo mismo podían decir dos o cinco si quisieran–: la “Adúltera” a la cual Jesús salvó de ser apedreada, la “Pecadora” que ungió sus pies en casa de Simón el Leproso y fue defendida y loada por el Salvador, y la “María” hermana de Marta y Lázaro que sentada a sus pies en su casa “eligió la mejor parte, la cual no le será quitada''; más la “Magdalena” que presenció al lado de la Madre la Crucifixión y fue agraciada con la primera Aparición. Cansados de discutir con argumentos librescos, los exegetas han concluido cómodamente por declararla cuestión insoluble.

Mas cualquiera que lee con un poco de intuición psicológica el Evangelio de San Juan, tiene la impresión neta de que ésa es una misma mujer: sus gestos son iguales a sí mismos; que es la impresión que ha tenido durante siglos la Iglesia. Hay un exquisito drama discretamente velado detrás de esos episodios sueltos, y su hilo psicológico es visible. Cristo se dio el lujo de salvar a una mujer, que es la hazaña por antonomasia del caballero, no sólo salvarle la vida, como San Jorge o Sir Galaad, sino restablecerla en su honor y restituirla perdonada y honorada a su casa, con un nuevo honor que solamente El pudiera dar. En la caballería occidental, los dos hechos esenciales del caballero son combatir hasta la muerte por la justicia y salvar a una mujer:

“defender a las mujeres
y no reñir sin motivo”,

que dice Calderón –como en las cintas de convoys, reflejo pueril actual de una gran tradición perdida–. Cristo hizo los dos; y siendo El lo más alto que existe, su “dama” tuvo que ser lo más bajo que existe, porque sólo Dios puede levantar lo más bajo hasta la mayor altura; que es El mismo.

Cristo ejerció la más alta caballería. Los románticos del siglo pasado y los delicuescentes del nuestro tienen una devoción morbosa por la Magdalena; pero no precisamente por la Penitente, que el Tintoretto pintó con toda la gama de los gualdas en su hórrida cueva de solitaria, sino por la otra, por la mujer perdida, por la traviata o la dama de las camelias; de la cual han hecho un tema literario bastante estúpido. Hasta nuestro Lugones se ensució con ese tema –que a veces llega a lo blasfemo –en una de sus filosofículas. Pero todos estos filibusteros, o fili-embusteros, de la Magdalena no saben mucho, de la caballería menos, y del amor a Cristo absolutamente nada. “¡Cristo se enamoró de una mujer!” –dicen muy contentos–. “¡Qué humano!”. Sí. Cristo se enamoró perdidamente de la Humanidad perdida; y la vio como en cifra en una pobre mujer, sobre la cual vertió regiamente todas sus riquezas (13). Así pues Cristo fue con María de Magdala –y con la Humanidad perdida que ella representaba– simplemente justo, hablando en ley de amor; e infinitamente generoso, dadivoso y pródigo, hasta la locura, hablando en ley de temor..

Esto decimos por vía de ejemplo para caracterizar el cuarto Evangelio. Concluyamos con el resumen breve y preciso de San Jerónimo: “El Apóstol Juan, a quien Jesús mucho amó,–un hijo del Zebedeo, un hermano del Apóstol Yago, al cual Herodes hizo decapitar después de la muerte del Señor–, escribió el último de todos, a pedido de los obispos de Asia Menor, su Evangelio; contra Kerintho y otros heresiarcas, y particularmente contra los Ebionitas [herejía fuertemente judaizante] los cuales aseveraban que Cristo no había existido antes de María. Por esto se sintió forzado a probar el Origen Divino de Jesús de Nazareth” (14).


VI. La Cuestión Sinóptica

Llámase Cuestión Sinóptica al problema que plantearon a la crítica protestante las coincidencias y las divergencias de los tres primeros Evangelios; que por un lado tienen
multitud de frases, giros y episodios que parecen copiados literalmente; y por otro tienen disidencias que parecen hasta contradicciones; como por ejemplo, el ciego de Jericó de Marcos y Lucas, que son dos ciegos en Mateo; y el milagro de su curación “al salir de Jericó" según Mateo y Marcos, “al aproximarse a Jericó” según Lucas.

Este fenómeno literario llamó la atención desde el primer momento: el pagano Celso, en su obra contra los cristianos (Alethé Logos o Sermón Veraz Contra los Cristianos) lo usó para enfermar la confianza en los Evangelios, y tratar a los Evangelistas de novelistas; y San Agustín escribió una obrita para responder a esta dificultad, llamada De Consensu Evangeliorum. Mas para los antiguos no pasó jamás de dificultad –que resolvían en forma más o menos aproximada– y nunca se convirtió en problema.


Mas la crítica protestante, vuelta ya decididamente racionalista y anticristiana, resucitó a Celso; y la dificultad se vuelve problema y comienza a henchir mamotretos y manuales, hasta hacer un lío inextricable. Pues bien, la psicología lingüística actual ha cortado ese enredo con la espada de Gordium, de un solo tajo: era un falso problema, una cuestión mal puesta. Lo cual no impide que hoy, a 30 años de la solución irrefragable, mamotretos y manuales sigan copiándose unos a otros “la cuestión sinóptica”; y las dos Biblias castellanas modernas que tenemos (Bover y Nácar-Colunga) sigan hablando absurdamente de “el paralelismo del “verso” [?] hebreo, el problema insoluble de la métrica [?] de la poesía [?] hebrea, las fuentes escritas perdidas del PRIMER Evangelio, la dependencia de Marcos para con Mateo”, etcétera. Todas ésas son antiguallas y pruebas de ignorancia. No se han enterado aún. Los sabios no son curiosos.

San Agustín cayó en la explicación de la interdependencia de los Evangelios, porque no tenía más remedio, ignorando las leyes del estilo oral, y considerándolos por ende libros escritos, como los de su tiempo, como los suyos mismos. Esto era inevitable. De modo que dice: “...Y aunque cada Uno de los Evangelistas parece haber seguido su propio orden narrativo, sin embargo se ve que ninguno escribió ignorando al precedente; ni que haya omitido las cosas que no sabía pero encontraba en el otro; mas, así como cada uno fue inspirado de Dios, así también se ayudó de la obra de los otros. Y así Marcos parece haber seguido como pedísecuo y resumidor a Mateo. Solamente con Juan no coincide en nada; propio suyo tiene muy poco, coincidente con Lucas tiene algo, mas con Mateo muchísimo; y tiene muchísimo consonante, o con Mateo solo o Con los otros, al píe de la letra” (15).

No se puede poner mas netamente la Cuestión Sinóptica, y la solución más simple... y falsa: la llamada de “interdependencia”.

Esta no es una cuestión académica, ni de mera curiosidad, ni siquiera de importancia subordinada, sino capital; porque bien mirada, la Cuestión Sinóptica busca en el fondo el origen y modo de composición de los Libros Santos; y de tal origen depende directamente la ya nombrada autencía, o sea, su veracidad, integridad e historicidad; es decir, el fundamento mismo de la religión cristiana. Mas para la fe de los siglos cristianos la hipótesis –que como tal es dada por Agustín– de la interdependencia, bastaba para suspender la dificultad; de acuerdo a la conocida regla lógica de que “cuando una posición está establecida por su propia prueba, ninguna dificultad por insoluble que sea debe hacérnosla abandonar”, o como decían los antiguos, “clara non sunt mutanda propter obscura”.

Pero esta respuesta –que al fin es una aproximación a la verdad– no resistió el ataque mucho más erudito de la crítica moderna; por la sencilla razón de que la interdependencia explica sí las coincidencias pero no explica –antes vuelve absurdas– las disidencias de los tres documentos. Si los Sinópticos se copiaron unos a otros ¿cómo dejaron en sus textos discrepancias tales, una de las cuales parece rozar la contradicción? Es inconcebible. El título puesto en la cruz (Mt. 27, 37; Mc. 15, 26; Lc. 23, 38), el padrenuestro (Mt. 6, 9; Lc. 11, 2), la hora de la crucifixión, los ciegos de Jericó, los dos demonios gerasenos, las circunstancias de la triple defección de Pedro, tienen diferencias de pormenor. Y lo más importante de todo las palabras de la Institución de la Eucaristía! (Mt. XXVI, 26; etc. XIV, 22; Lc. XXII, 19) donde parece había de esperarse una total coincidencia literal, tienen una diferencia, que no por pequeña es menos sorprendente, porque iSe trata de las mismas palabras sacrosantas de la Consagración del pan y del vino!

El ataque moderno contra los Sinópticos produjo una enorme confusión: múltiples teorías, que se iban complicando de más en más con la discusión, y que se pueden reducir a cinco cabezas a saber:

1. Sistema de la tradición oral2. Sistema de la interdependencia3. Sistema de los documentos,

el cual tercer sistema se dividía a su vez en:
1. Sistema de un documento primigenio perdido2. Sistema de muchos documentos3. Sistema de dos documentos,

el cual sistema de “las dos fuentes”, propugnado por la “alta crítica” alemana (Ewald, su inventor en 1850, Julicher, Wellhausen, Von Harnack, Loisy, Goguel, Weiss y una legión) y en el cual cayeron algunos grandes exegetas católicos (Batiffol, Lagrange) fue prohibido en 1912, por la Comisión Bíblica de Roma. No sin causa; porque en efecto, es el más flojo de todos (16). Pero como es muy talentudo, el amedrentado metodista roza la solución él mismo sin saberlo dos o tres veces: por ejemplo, cuando dice que, para él, debió de haber existido “on the close of our's Lord's life some original sketch drawn up by the congregation” (“al cerrarse la vida de Nuestro Señor, algún esbozo original redactado por la comunidad –o sea, la Iglesia); donde basta sustituir las palabras “sketch drawn up” (“esquema redactado'') por rapport recitated (recitado oral) para dar en la verdad verdadera, que Froude no podía ni imaginar entonces.

Es curioso que la principal objeción de Froude se ha dado vuelta en nuestros días en una confirmación que Jousse no trae en su libro. La objeción contra la autencía de los Sinópticos que Froude recibe de los pseudocríticos alemanes y que lo aterroriza, es la siguiente: en el principal testigo de dicha autencía y del canon de los Libros Santos, es decir, en San Justino Mártir, que vivió al fin del siglo I, están citadas ciertamente frases de Mateo, Marcos y Lucas pero no asignadas a Mateo, Marcos y Lucas; mas asignadas a unas palabras griegas, misteriosas para Froude, que son: “apomnemonémata toón Apostóloom” las cuales el inglés traduce: “las Memorias de los Apóstoles”. Luego... Mateo, Marcos y Lucas no son verdaderos autores de nuestros actuales Evangelios.

La traducción exacta de esta fórmula repetida de Justino es: “lo que viene o procede de la memoria de los Apóstoles” –que ésa es la fuerza de la preposición “apó”– o sea lo que los Doctores Latinos denominan simplemente “la Catequesis Apostólica”; puesta por escrito fielmente por los tres sagrados amanuenses.

Es decir, que Justino Mártir evidentemente usa esa fórmula para dar a entender cuál es el verdadero origen y la autoridad de los Evangelios escritos de Mateo, Marcos y Lucas, y que los dichos no son sino los amanuenses o metteurs- par- écrit de un texto que no procede de ellos sino de los “Testigos de Jesús” y por ellos, directamente de Jesús; texto recitado en las ecclesías o reuniones de cristianos –y no escrito– con la uniformidad infalible del estilo oral, por los Apóstoles, los Discípulos y los nabbíes y meturgemanes, durante el lapso de una generación, la de los “Testigos de Cristo”; y controlado por todos ellos. 

Cuando una hipótesis se complica más a medida que más se discute y más hechos se descubren, es señal de problema mal planteado, o sea, falso problema: ésa es otra regla lógica infalible. El falso planteamiento fue depistado por la falange de investigadores de psicología lingüística y etnográfica de la escuela francesa, encabezados por Basset en 1880 (La Poésie Arabe Antéislamique) y el judío Dermesteter (Chants Populaires des Afghans, en 1888) y descubierto en forma repentina por Marcel Jousse alrededor de 1920. Simplemente se estaba discutiendo acerca de libros que no eran libros escritos sino recitados transcriptos; y se ignoraba todo acerca de las leyes de la recitación en los ambientes de estilo oral: un falso supuesto, y una ignorancia elenchi.

La cenicienta entre todas las hipótesis, la de la tradición oral, propuesta por J. Carlos Giéseler en 1818, era la verdadera; mas era antes fácilmente destrozada por sus adversarios, porque en su ignorantia elenchi todos concebían la recitación de un texto imaginándose a Berta Singerman o Lola Membrives, como si dijéramos: quiero decir, tal como nosotros la conocemos en nuestros medios de estilo escrito. De ese modo, sí señor, la transmisión fiel de la catequesis apostólica es netamente inconcebible. Pero la hipótesis de Giéseler era una intuición genial de algo-que-debe-ser-así- aunque-no- lo- comprendamos- por- ahora; y es gran mérito de Godet (1888), Wescot (1888), Thompson (1895) y de innumerables críticos católicos : Haneberg (1856), Bisping (1864), Schegg (1870), Le Camus (1887), Fillión (1889), Cornely (1886) , Knabenbauer (1894), Landrieux (1897) , Buzy (1912), Dhorme (1910), Tobac (1919), haber acogido a esa cenicienta, que había de llegar a reina. ¡Tan cierto es que la verdad es inverosímil! Le Camus en 1890 con su libro Notre Voyage aux Pays Bibliques, había atrapado ya las grandes líneas de la solución, aunque sólo como intuición y working-hypotheses; que Jousse había de recibir y probar rigurosamente.

Entretanto la falange regimentada de los exegetas de profesión y de los autores copiandinos de “Introducciones” y “Manuales” había encontrado para el lío un efugio deleznable y casi pueril, que llamaron “sistema mixto”: combinaron todas las hipótesis en una afirmando con faccia tosta que los Evangelios procedían a la vez de una tradición oral, de una interdependencia, y del uso de documentos. Si uno trata de imaginar en concreto un libro compuesto de esa manera, sale una quimera, un monstruo. “Humano capiti cervicem pictor equinam...”. El querer contentar a todos podrá ser muy bueno en política, pero es fatal en la ciencia. Aparentemente “ecléctico”, el sistema mixto es risible: queriendo colectar en su favor todos los argumentos en pro de los diversos sistemas–inconciliables entre sí–lo que colecta son todas sus dificultades; y sus autores se parecen ali “Juez Complaciente” de Manzoni, el cual habiendo oído al primero de los litigantes, exclamó: “Tiene usted razón”; pero después habló el otro y el juez exclamó: “Tiene usted razón”; a lo que un hijo suyo chiquilín, que estaba presente, observó: “Papá, es imposible que los dos tengan razón a la vez...”. Y el Juez Complaciente dijo: “¿Sabes que tú también tienes razón?”. 

Siento un poco tener que maltratar a este “sistema”, que me enseñaron en la Gregoriana y yo dócilmente aprendí, por no “haber sido llamado –todavía– por la ciencia al orden”, como dice Kirkegor.

“Quien no es llamado por la ciencia al orden, quien no se ha puesto en guardia acerca del fondo de los diversos problemas... –escribe el gran danés– podrá conseguir a veces una cierta ingeniosidad, “engrupirse” de que lo ha entendido todo, y sunchar juntas las contradicciones en una síntesis vacua. Pero esta ganancia se vengará después, como todo bien mal adquirido; el cual, lo mismo en la Ciencia que en la Ley Civil, no puede volverse nunca propiedad legítima'' (17).

Hay muchísimos “que no han sido llamados todavía por la ciencia al orden”; y algunos de ellos, de gran fama, me dejan pasmado: imaginemos un físico moderno que no se hubiese enterado todavía de las “ecuaciones de Lorentz”, por ejemplo. Eso demuestra la incomunicación y la incoherencia del estado actual de la Teología: por eso nos vemos obligados a hacer esta exposición, y “to expose them”, como dice el inglés. Jousse publicó su apretada pero no inaccesible memoria en 1925, la explicó en el Instituto Bíblico de Roma en 1927, se cansó de dar conferencias sobre ella en la Ecole d'Anthropologie de París –donde lo escuchamos en 1932–, las revistas vulgarizaron sus conceptos, los diarios anunciaron su descubrimiento y... Ricciotti, Nácar-Colunga Bover, Murillo, Luis María Jiménez Font, el P. Leal, y otra cantidad de “técnicos” en Escritura no se han enterado todavía. Y es una “noticia” capital para la ciencia bíblica.



La doctrina de la psicología del gesto de Jousse, no confeccionada adrede para resolver la falsa Cuestión Sinóptica, sino como investigación de ciencia pura de ámbito mucho más general, de paso y como una de sus consecuencias obvias, corta de un tajo el nudo gordiano de ese pseudo-problema; como verá el amable lector –o sea el linotipista y la dactilógrafa, que quizá sean mis únicos amables lectores– en el capítulo siguiente.


Segunda entrega y final la próxima semana



Notas


1. Van Gennep, La Question d’Homére, París, 1909, pp. 51-52. Ver también Les Institutions
Musulmanes, de Gaudefroy-Demombynes, París, 1873.
2. Esta aproximación nos permite afirmar como enteramente cierto que el Evangelio de San
Juan fue escrito hacia fines del primer siglo; y que los tres primeros fueron escritos antes del año 63.
3. Citados por Eusebio, Historia Eclesiástica, Migne, Padres Griegos, tomo XX, p.552.
4. Voltaire en su Diccionario Fllosófico, que de filosófico no tiene nada, fue el primero que intentó esta empresa de González Blanco: confundir los Apócrifos con los Canónicos, y poner por encima a los primeros.
5. Revue Biblique, 1918, p. 93.
6. Charles Du Bos.
7. Ovidio, Metamorfosis, 1, 7.
8. Actualmente existe una edición más digna de los Apócrifos –seleccionados– por Aurelio de Santos Otero, BAC, Madrid, año 1956.
9. Resumo en esta frase –que no es literal sino una Síntesis– las páginas sobre esta epístola que están en Vorreden Zum Neuen testament (1522), Luther, Ausgewaehlte Werke, Fischer Bcherei, 1955.
10.“Et licet varia singulis evangeliorum libris principia doceantur, nihil tamen differt credentium Fidei, cum uno ac principali Spiritu declarata sint...”.
11. Méchineau, La Question Sinottica, Roma, 1913, p. 193.
12.Evangile selon Saint Jean, par le P. M. J. Lagrange, des Fréres Précheurs, Gabalda, París, 7a ed., 1947. Introduction: preliminaires et Chap. 1.
13. Nota Kirkegordiana: Si se mira bien, ser caballero no es ser inmensamente generoso – aunque también es eso en un sentidë sino ser simplemente justo, en el fondo. ¿Por qué no dar a una mujer lo que ella quiere, si se puede? Lo que quiere en el fondo toda mujer es ser adorada por un hombre: ser una cosa divina (madre, amada o musa) para un varón. Este sentimiento fundamental es la raíz de la máxima vanidad, y de la máxima seriedad de la mujer; según para donde agarre. Pues bien, Cristo dio a una mujer su derecho, ese derecho. Siendo Dios, y sin descender un punto, puso a una mujer allí donde ella quiere –y tiene derecho a– ser puesta, a una mujer perdida; es decir, presa de la desesperación; pues no hay desesperación concebible como la de amar mucho –según de ella atestiguó el Señor– sin tener objeto que se ame: digno de ser infinitamente amado y capaz de corresponder infinitamente.
14. De Viris Illustribus, IX.
15. De Consensu Evangeliorum, 1, 2-4 Migne, XXXIV, 1044.
16. El que lee inglés puede imponerse muy bien de esta “cuestión Sinóptica” tal como estaba hace un siglo –leyendo el incisivo ensayo Criticism and the Gospel History del historiador escocés James Anthony Froude, clérigo protestante, profesor de Saint-Andrew's, Edimburgo, y autor de una Historia de Inglaterra en 12 volúmenes. En este ensayo, publicado en el Fraser Magazine, 1864, y recogido en el segundo tomo de Short Studies on Great Subjects, Ed. Everyman, pág. 152, no se sabe qué admirar más: si la lucidez del planteo del viejo problema (“ingenuity” le llaman ellos) o bien la cruel ignorancia acerca de la solución. En efecto, el autor, partiendo del falso supuesto del libro “escrito” en país de estilo escrito, amontona las hipótesis disparatadas: un evangelio primigenio perdido... dos evangelios ídem... copiatina de un evangelista a los otros... (o sea, técnicamente, teoría de las dos fuentes, teoría del Urevangelium, y teoría de la interdependencia) y después arroja todo el pesado fardo a los divines (o teólogos) retándolos a resolver de una vez el “terrorífico problema”, puesto que para eso les pagamos, e incluso amenazándolos, si no lo resuelven, con un “naufragio de la Cristiandad”...
17. Der Begriff Angst, Einleitung-Diederichs, Duseldorff, 1952, p.6. Traducción nuestra.

18. “Poca ciencia aleja de Dios, mucha ciencia acerca a Dios”.






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